Transcribo este bonito cuento de un blog amigo,el de Rafael C.Estremera,merece la pena visitarlo.
El vehículo avanza raudo, devora los metros entre la férrea protección que lo circunda, y los mojones kilométricos parecen haberse devaluado, como si fueran esas monedillas de euro que, dejadas de propina, inciden ferozmente en el aumento de la inflación.
José Luis está contento.
José Luis es un tipo normal: ni alto ni bajo, ni flaco ni gordo. No es feo de solemnidad, pero tampoco es -al paso de la muga central de la cuarentena- un tipo de esos a los que las fans les piden, despepitadas, un hijo suyo. Tiene una cara extraña, difícil; diríase que angulosa, de no tener los ángulos cambiados de sitio. Es un rostro circunflejo, pesadilla de algún arcaico pintor que gustara de hacer sillones que parecieran sillones.
Pero hoy, José Luis está contento. A las doce de la mañana, el tráfico está muy bien. Los 3.000 kilos de cristales y chapa blindada de su cochecito sobrevuelan, más que recorren, el carril vacío de la carretera de La Coruña -("A Coruña", José Luis, no te olvides)- que le acerca a 200 Km/h a su casita.
José Luis no se da cuenta de que, por menos de esa velocidad, podría acabar en la cárcel. Tampoco le importa mucho; él no conduce. No le extrañan las sirenas, las luces azules que destellan en torno suyo. Es algo normal. Tampoco le importa que muchas personas, que deben haber decidido al mismo tiempo detener sus vehículos al margen de la carretera, probablemente para ver mejor el bonito espectáculo de luces y sirenas, muevan los labios de forma casi sincrónica. José Luis no sabe leer en los labios, y aún no lleva intérprete que se lo traduzca.
No le importa nada de eso porque le invade una gozosa alegría. Allí, a su lado, mimosamente colocada sobre el asiento de cuero, en una jaula preciosa, lleva una familia que alegrará su casa en los días previos a las cercanas Navidades. Es un regalo que acaba de conseguir de un gran amigo.
- Menos mal -le había dicho- que ninguna de las cosas que se le ocurrieron a esos retrógrados del Gobierno Autónomo, ha conseguido acabar con esta bendición. Imagínate que han quemado los rastrojos, que han puesto veneno, que se han traído unas máquinas espeluznantes para destruir las madrigueras de estos pobrecitos...
- ¡Qué horror...! ¡Qué poco talante...! Hay todavía mucho fascista en estas tierras, incapaces de dialogar -respondió él.
Y allí los tenía: la parejita, feliz con sus crías. Sonreía, recordando cómo los traviesos animalillos se habían resistido a ser examinados por el veterinario, que al final pudo garantizar las perfectas condiciones sanitarias de la familia, antes de introducirla en la amplia jaula que -ni que decir tiene- cumplía todas las condiciones requeridas para el transporte de animales.
- ¡Qué sorpresa les voy a dar a las niñas...! -sonreía, en la soledad de su habitáculo, José Luis.
Porque las niñas volverían a casa por Navidad, desde aquél lejano Londres donde las había puesto a salvo de la LOGSE y de la Ministra de Educación.
- ¿Cómo diablos se llama la Ministra de Educación? -pensó- Se lo tendré que preguntar a Mari Tere, que sabe tanto. Bueno, el caso es que las pobres vendrán hartas de tanto rosbeef, y de tanto plum-cake, y esto les devolverá el gusto gastronómico de estepaís.
Sonreía José Luis con las volteretas y los juegos de la familia que llevaba a su chalecito para alegrar las Fiestas del Solsticio de Invierno.
- Tengo que mandar una felicitación solsticial al chico ese, por tan gran idea -se dijo- Y a los ecologistas que consiguieron dar largas a las brutalidades que querían hacer esos fascistas de Castilla la Vieja... (Castilla-León, José Luis; Castilla-León, acostúmbrate, no se te vaya a escapar en público y la tengamos...)
Comprendía que su amigo no le hubiese podido conseguir una familia más numerosa. Sólo viajaban a su lado los padres y dos crías. El resto de los retoños habían sido separados unos días antes, y llevarían la felicidad a otras familias. Incluso a alguna familia modesta que aun tuviera algo que empeñar, porque su amigo era un hombre comprometido y solidario, y lo mismo le vendía a unos que a otros, siempre que pudieran pagar el elevado precio que la demanda había otorgado a aquél raro manjar.
Pero José Luis confiaba en que las crías, en los días que aun faltaban, engordasen lo suficiente para satisfacer el apetito de sus niñas. Con el saco de trigo que le había regalado su amiga Cristina Fernández bastaría. Todo se había hecho en el más riguroso secreto, porque el precedente del envío de trigo desde la Argentina estaba muy mal visto; pero al final había llegado, en vuelo charter con escala en Cuba, donde el secreto estaba a salvo con el amigo Fidel, que pese a su locuacidad era mucho más discreto que Hugo. Desde Cuba, el avión había conseguido llegar hasta Canarias, aunque para ello le hubieran tenido que instalar unos depósitos de combustible adicionales que debían haber costado un riñón. (¡Ay, unos riñones al jerez...!) Pero eso era un gasto reservado, y si los pilotos se habían jugado la vida, para eso cobraban. (Todo por estepaís, ¿no?) Y desde que el avión aterrizó, casi planeando, en Fuerteventura, estuvo permanentemente escoltado por los miembros más cualificados de la UME, hasta que el tesoro -¡un saco de trigo enterito!- llegó a la base de Torrejón en un hidroavión de los que su Unidad Militar de Emergencia tenía para la extinción de incendios, para despistar mejor.
Lo malo era que su señora no comprendía el plan. Se empeñaba en que, con aquél saco de trigo, se podían hacer unas galletitas; algún bizcocho, incluso algo de pan. Hasta se había empeñado en llamar a unas monjitas leonesas para pedirles una receta -facilita, porque aquél tesoro no se podía dejar a la vista de los cocineros y tendría que elaborarlo ella misma- para hacer unos mantecados y polvorones.
-Deberías pedirle a Rodríguez Ibarra un par de kilos de bellotas. No es lo mismo que la almendra, pero algo se podrá hacer -le había exigido, sin darse cuenta de que aquél compañero era un tocapelotas y un pijotero y un lenguaraz, y podría poner en peligro toda la operación.
"Operación Cena del Solsticio", la había llamado. Y había logrado esconder el saco de trigo, a costa de prometerle a su distinguida señora que se lo llevaba a la bodeguilla para molerlo mejor, en la soledad carismática que aún perduraba, como efluvios de Felipe Capullo.
-(¡Que no, José Luis! Que Capullo no era el apellido, sino lo que le llamaban las fans enloquecidas que le pedían un hijo suyo, acaso previendo que el futuro era de los hijos de puta...)
Pero su señora, tan deportista y con una voz tan bien modulada, aún conservaba los prejuicios pequeño burgueses y no acababa de comprender los nuevos modos de la economía socialista. No se podía desperdiciar aquél tesoro argentino, transportado con tanto riesgo y tanto secreto. Tenía un fin predeterminado, estudiado al detalle, era parte de un plan genial y no podía desviarse a otro destino. Porque aquél saco garantizaba, con su grano nutricio, el engorde de la familia de topillos castellano-leoneses que acababa de adquirir su amigo de estraperlo, y que constituirían el plato fuerte de la cena que los fascistas llamaban aun de Nochebuena.
- ... puede sacarse de la chistera los conejos que quiera acompañando nuevas medidas; ha tenido la oportunidad durante cuatro años y la ha dilapidado y despilfarrado y terminamos la Legislatura entre nuevas promesas, campañas de propaganda y publicidad...
José Luis se despierta sobresaltado. No por las palabras que le han devuelto al Olimpo de los padres de estepaís, que es otra de las arremetidas torpes del fulano Acebes, tan previsible que le suele provocar -como así ha ocurrido- un profundo sueño, sino por lo que estaba soñando en su particular Limbo de los topillos.
Se pone pálido; tanto, que la solícita Mari Tere le pregunta si quiere una tilita, suponiendo que el estado de agitación de José Luis obedece a los ataques de la oposición. Pero José Luis es hombre de recursos; no en vano lleva cuatro años gobernando sin tener idea de nada, porque con las prisas aún no ha tenido tiempo de que sus asesores le expliquen los misterios de la economía, ni de la política internacional, ni de los problemillas de ETA, para lo que -ya se sabe- bastan dos tardes. José Luis ha estado huyendo hacia delante, a trompicones, saliendo de un charco para meterse en otro, y no va a arredrarse ahora porque las cuentas de la gente no cuadren con las de sus ministros.
-Este botarate me acaba de dar una gran idea -le sopla por lo bajo a Mari Tere, aun sobresaltado por el sueño que ha tenido, pero dándole la vuelta con su habilidad característica-: que mañana salga alguien del Gobierno diciendo que estas Navidades, para evitar la carestía, lo que hay que hacer es comer conejo.
Mari Tere no pregunta. Pone su habitual cara de oler excrementos, pero no pregunta. El gran oráculo ha hablado y ella, sumisa fémina de su harem (político, se entiende), cumplirá el deseo del nuevo dios.
-Así se hará, mi señor -responde con arrobo.
-Lo malo -piensa José Luis, que ya se ha despertado del todo- es que voy a tener que despellejarle el conejo a Sonsoles.
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El vehículo avanza raudo, devora los metros entre la férrea protección que lo circunda, y los mojones kilométricos parecen haberse devaluado, como si fueran esas monedillas de euro que, dejadas de propina, inciden ferozmente en el aumento de la inflación.
José Luis está contento.
José Luis es un tipo normal: ni alto ni bajo, ni flaco ni gordo. No es feo de solemnidad, pero tampoco es -al paso de la muga central de la cuarentena- un tipo de esos a los que las fans les piden, despepitadas, un hijo suyo. Tiene una cara extraña, difícil; diríase que angulosa, de no tener los ángulos cambiados de sitio. Es un rostro circunflejo, pesadilla de algún arcaico pintor que gustara de hacer sillones que parecieran sillones.
Pero hoy, José Luis está contento. A las doce de la mañana, el tráfico está muy bien. Los 3.000 kilos de cristales y chapa blindada de su cochecito sobrevuelan, más que recorren, el carril vacío de la carretera de La Coruña -("A Coruña", José Luis, no te olvides)- que le acerca a 200 Km/h a su casita.
José Luis no se da cuenta de que, por menos de esa velocidad, podría acabar en la cárcel. Tampoco le importa mucho; él no conduce. No le extrañan las sirenas, las luces azules que destellan en torno suyo. Es algo normal. Tampoco le importa que muchas personas, que deben haber decidido al mismo tiempo detener sus vehículos al margen de la carretera, probablemente para ver mejor el bonito espectáculo de luces y sirenas, muevan los labios de forma casi sincrónica. José Luis no sabe leer en los labios, y aún no lleva intérprete que se lo traduzca.
No le importa nada de eso porque le invade una gozosa alegría. Allí, a su lado, mimosamente colocada sobre el asiento de cuero, en una jaula preciosa, lleva una familia que alegrará su casa en los días previos a las cercanas Navidades. Es un regalo que acaba de conseguir de un gran amigo.
- Menos mal -le había dicho- que ninguna de las cosas que se le ocurrieron a esos retrógrados del Gobierno Autónomo, ha conseguido acabar con esta bendición. Imagínate que han quemado los rastrojos, que han puesto veneno, que se han traído unas máquinas espeluznantes para destruir las madrigueras de estos pobrecitos...
- ¡Qué horror...! ¡Qué poco talante...! Hay todavía mucho fascista en estas tierras, incapaces de dialogar -respondió él.
Y allí los tenía: la parejita, feliz con sus crías. Sonreía, recordando cómo los traviesos animalillos se habían resistido a ser examinados por el veterinario, que al final pudo garantizar las perfectas condiciones sanitarias de la familia, antes de introducirla en la amplia jaula que -ni que decir tiene- cumplía todas las condiciones requeridas para el transporte de animales.
- ¡Qué sorpresa les voy a dar a las niñas...! -sonreía, en la soledad de su habitáculo, José Luis.
Porque las niñas volverían a casa por Navidad, desde aquél lejano Londres donde las había puesto a salvo de la LOGSE y de la Ministra de Educación.
- ¿Cómo diablos se llama la Ministra de Educación? -pensó- Se lo tendré que preguntar a Mari Tere, que sabe tanto. Bueno, el caso es que las pobres vendrán hartas de tanto rosbeef, y de tanto plum-cake, y esto les devolverá el gusto gastronómico de estepaís.
Sonreía José Luis con las volteretas y los juegos de la familia que llevaba a su chalecito para alegrar las Fiestas del Solsticio de Invierno.
- Tengo que mandar una felicitación solsticial al chico ese, por tan gran idea -se dijo- Y a los ecologistas que consiguieron dar largas a las brutalidades que querían hacer esos fascistas de Castilla la Vieja... (Castilla-León, José Luis; Castilla-León, acostúmbrate, no se te vaya a escapar en público y la tengamos...)
Comprendía que su amigo no le hubiese podido conseguir una familia más numerosa. Sólo viajaban a su lado los padres y dos crías. El resto de los retoños habían sido separados unos días antes, y llevarían la felicidad a otras familias. Incluso a alguna familia modesta que aun tuviera algo que empeñar, porque su amigo era un hombre comprometido y solidario, y lo mismo le vendía a unos que a otros, siempre que pudieran pagar el elevado precio que la demanda había otorgado a aquél raro manjar.
Pero José Luis confiaba en que las crías, en los días que aun faltaban, engordasen lo suficiente para satisfacer el apetito de sus niñas. Con el saco de trigo que le había regalado su amiga Cristina Fernández bastaría. Todo se había hecho en el más riguroso secreto, porque el precedente del envío de trigo desde la Argentina estaba muy mal visto; pero al final había llegado, en vuelo charter con escala en Cuba, donde el secreto estaba a salvo con el amigo Fidel, que pese a su locuacidad era mucho más discreto que Hugo. Desde Cuba, el avión había conseguido llegar hasta Canarias, aunque para ello le hubieran tenido que instalar unos depósitos de combustible adicionales que debían haber costado un riñón. (¡Ay, unos riñones al jerez...!) Pero eso era un gasto reservado, y si los pilotos se habían jugado la vida, para eso cobraban. (Todo por estepaís, ¿no?) Y desde que el avión aterrizó, casi planeando, en Fuerteventura, estuvo permanentemente escoltado por los miembros más cualificados de la UME, hasta que el tesoro -¡un saco de trigo enterito!- llegó a la base de Torrejón en un hidroavión de los que su Unidad Militar de Emergencia tenía para la extinción de incendios, para despistar mejor.
Lo malo era que su señora no comprendía el plan. Se empeñaba en que, con aquél saco de trigo, se podían hacer unas galletitas; algún bizcocho, incluso algo de pan. Hasta se había empeñado en llamar a unas monjitas leonesas para pedirles una receta -facilita, porque aquél tesoro no se podía dejar a la vista de los cocineros y tendría que elaborarlo ella misma- para hacer unos mantecados y polvorones.
-Deberías pedirle a Rodríguez Ibarra un par de kilos de bellotas. No es lo mismo que la almendra, pero algo se podrá hacer -le había exigido, sin darse cuenta de que aquél compañero era un tocapelotas y un pijotero y un lenguaraz, y podría poner en peligro toda la operación.
"Operación Cena del Solsticio", la había llamado. Y había logrado esconder el saco de trigo, a costa de prometerle a su distinguida señora que se lo llevaba a la bodeguilla para molerlo mejor, en la soledad carismática que aún perduraba, como efluvios de Felipe Capullo.
-(¡Que no, José Luis! Que Capullo no era el apellido, sino lo que le llamaban las fans enloquecidas que le pedían un hijo suyo, acaso previendo que el futuro era de los hijos de puta...)
Pero su señora, tan deportista y con una voz tan bien modulada, aún conservaba los prejuicios pequeño burgueses y no acababa de comprender los nuevos modos de la economía socialista. No se podía desperdiciar aquél tesoro argentino, transportado con tanto riesgo y tanto secreto. Tenía un fin predeterminado, estudiado al detalle, era parte de un plan genial y no podía desviarse a otro destino. Porque aquél saco garantizaba, con su grano nutricio, el engorde de la familia de topillos castellano-leoneses que acababa de adquirir su amigo de estraperlo, y que constituirían el plato fuerte de la cena que los fascistas llamaban aun de Nochebuena.
- ... puede sacarse de la chistera los conejos que quiera acompañando nuevas medidas; ha tenido la oportunidad durante cuatro años y la ha dilapidado y despilfarrado y terminamos la Legislatura entre nuevas promesas, campañas de propaganda y publicidad...
José Luis se despierta sobresaltado. No por las palabras que le han devuelto al Olimpo de los padres de estepaís, que es otra de las arremetidas torpes del fulano Acebes, tan previsible que le suele provocar -como así ha ocurrido- un profundo sueño, sino por lo que estaba soñando en su particular Limbo de los topillos.
Se pone pálido; tanto, que la solícita Mari Tere le pregunta si quiere una tilita, suponiendo que el estado de agitación de José Luis obedece a los ataques de la oposición. Pero José Luis es hombre de recursos; no en vano lleva cuatro años gobernando sin tener idea de nada, porque con las prisas aún no ha tenido tiempo de que sus asesores le expliquen los misterios de la economía, ni de la política internacional, ni de los problemillas de ETA, para lo que -ya se sabe- bastan dos tardes. José Luis ha estado huyendo hacia delante, a trompicones, saliendo de un charco para meterse en otro, y no va a arredrarse ahora porque las cuentas de la gente no cuadren con las de sus ministros.
-Este botarate me acaba de dar una gran idea -le sopla por lo bajo a Mari Tere, aun sobresaltado por el sueño que ha tenido, pero dándole la vuelta con su habilidad característica-: que mañana salga alguien del Gobierno diciendo que estas Navidades, para evitar la carestía, lo que hay que hacer es comer conejo.
Mari Tere no pregunta. Pone su habitual cara de oler excrementos, pero no pregunta. El gran oráculo ha hablado y ella, sumisa fémina de su harem (político, se entiende), cumplirá el deseo del nuevo dios.
-Así se hará, mi señor -responde con arrobo.
-Lo malo -piensa José Luis, que ya se ha despertado del todo- es que voy a tener que despellejarle el conejo a Sonsoles.
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Muy bueno. Al parecer nos ha dado a todos por escribir cuentos de Navidad. Un saludo brazo en alto y Felices Fiestas.
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