Toca hacer la declaración de la renta.
Más dura que nunca este año, cuando los tipos impositivos han subido y a los
ciudadanos comunes apenas nos queda nada para desgravar. Hacienda somos todos.
Eso llevan contándonos mucho tiempo. Hubo una época en que me lo creí a pies
juntillas, e incluso protagonicé una vieja campaña publicitaria con ese
eslogan. Ahora sé –sabemos– que Hacienda sólo somos unos pocos. Los que tenemos
la desdicha de cobrar todo en A o de ser tan honrados que no queremos engañar
al fisco, convencidos de que el fisco –qué palabra tan fea, por cierto– son
todos nuestros conciudadanos.
Pero si este año, por
primera vez en mi vida, no me sentiré orgullosa de mi patriotismo al hacer la
declaración y pagar lo que me toque sino que la haré con una buena dosis de
indignación, no será tanto por eso como por el destino que van a dar a mi
dinero. He decidido que no quiero seguir contribuyendo a los sueldos de cargos
públicos que no se los merecen. De miembros de partidos o de sindicatos
ineptos, cuando no claramente sinvergüenzas. O de todos esos asesores que, con
suerte, recortan y pegan informes que encuentran en internet. Me niego a que
sigan pagando a mi costa jamón de jabugo y vinos carísimos para las comilonas
de los unos y los otros, cochazos de lujo y billetes de clase business, dietas
y noches de hotel de diputados que viven en la ciudad en la que se reúne su
Parlamento, televisiones públicas a mayor gloria de los gobernantes de turno,
armas mortíferas, o todos esos gastos inconfesables que algunos hacen con las
tarjetas bancarias que sostenemos ustedes y yo. Y, hablando de bancos, rechazo
seguir contribuyendo a las pensiones multimillonarias de todos esos ejecutivos
que han llevado al borde de la ruina a cajas de ahorro y empresas públicas o
semipúblicas.
Quiero, en cambio –o,
mejor dicho, exijo– que mis impuestos sirvan para pagar sueldos de maestros y
personal sanitario, mejoras en escuelas y hospitales, ayudas a los
discapacitados, pensiones de jubilados, medicinas para los enfermos, subsidios
dignos para los parados, viviendas sociales, becas para estudiantes
necesitados, y también laboratorios para investigación científica, repoblación
de bosques, conservación de patrimonio, y películas y teatro y ópera y música y
talleres de artes plásticas y exposiciones y bibliotecas. Quiero que la parte
de mi dinero que comparto con los demás sirva para crear una sociedad más justa
y más igualitaria y más feliz, y no para seguir manteniendo a esa caterva de
privilegiados indiferentes a la suerte de los ciudadanos a los que representan.
Lástima que todo esto no sea más que una ingenuidad.
... O sea, quieres decir en este excelente artículo volver a donde estábamos en 1975: la honradez estatal.