Cada madrugada, la prisión en penumbra por temor a la aviación nacional, un miliciano leía a gritos, linterna en mano, la larga lista que portaba. Una vez cacheados los presos llamados, atadas fuertemente sus manos con bramante, alambre o cable eléctrico y, amarrados de dos en dos por los codos, eran subidos a camiones o autobuses en los que partían para su trágico y glorioso destino, siempre vigilados y amenazados hasta el último instante.
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